domingo, 20 de julio de 2008

Nuestros tatarabuelos los peces

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Venimos del pez.
Si es duro saber que nuestros antepasados fueron simios peludos ¿Cómo aceptar que un pescado fue nuestros tatarabuelo?. Neil Shubin es el paleontólogo que descubrio el tictaalik, el primer pez donde se aprecia la transición de aletas a patas.


Tras examinar fósiles y ADN, demuestra en él que nuestras manos proceden de aletas y que nuestra cabeza está organizada como la de los extintos peces sin mandíbula. Tus antepasados fueron acuáticos durante más de 150 millones de años. De hecho, los peces son los vertebrados más antiguos del planeta. Durante ese tiempo realizaron una gran inversión en I+D evolutivo. Y gran parte de lo que somos se lo debemos a sus “inventos”: los dientes, la musculatura segmentada que tanto hace suspirar a las féminas que ven a los espartanos de la película 300, la columna vertebral, los pulmones… Todas ellas, características físicas heredadas de nuestro pretérito evolutivo. Pero también nos han legado, al menos a las mujeres, algo insospechado: la menopausia. Lo ha descubierto el investigador David Reznick, de la Universidad de California, quien fue el primero en señalar que las hembras guppy (Poecilia reticulata), un pez nativo de Centroamérica, atraviesan una fase de menopausia que les permite alargar su vida, aun cuando haya terminado su edad reproductora. Por todo esto, y más, no cabe duda, nuestro tatarabuelo acuático se habría sentido orgulloso de nosotros.

Nuestro “plan corporal”, la estructura de nuestro organismo, no es otra que la de un pez. Es cierto que sobre esa organización nuestra evolución ha hecho algunas modificaciones, pero en lo elemental podemos decir que somos un “tubo” con un esqueleto interno sostenido por una barra de vértebras, con otro tubo nervioso en el dorso (que se engrosa como cerebro) y otro tubo más, esta vez digestivo, en el vientre. Los órganos suelen estar duplicados a izquierda y derecha, y la musculatura se basa en segmentos repetidos, que aún se distinguen en los abdominales masculinos que tanto furor causan. Esta configuración es muy diferente de la de un erizo de mar, una mariposa y una esponja. Es el esquema del tipo de animal al que llamamos “pez” y de sus descendientes. Algunos expertos, como el paleontólogo John Maysey, llevan este concepto al extremo afirmando que “somos peces, tanto si nos gusta como si no”.


En el comienzo fue pez. Nuestro cuerpo tiene una columna vertebral y costillas que actuan como escudo para proteger los órganos internos. Una disposición muy similar a nuestros antepasados más remotos.

Cualquier animal terrestre de nuestro tamaño necesita un esqueleto mineralizado para no desparramarse. Nuestras osamentas proceden en última instancia de una raspa de pescado. Cuando nuestros antepasados con aletas salieron del agua, ya disponían de huesos bien sólidos; de lo contrario, la Tierra estaría poblada de seres blandos y agusanados. Es probable que el hueso sea un tejido tan antiguo como los peces. Su esqueleto estaba formado por cartílago (como el de los actuales tiburones y rayas). Pero el hueso ya estaba presente desde el principio en forma de duras placas, formando una armadura en mosaico. Por suerte, el tejido óseo es un material multifuncional, y los peces pronto descubrieron nuevas aplicaciones: dientes, escamas, densos esqueletos… Los mamíferos nos aprovechamos de toda esa variedad sin añadir nada más basado en el hueso. Salvo, quizá, los cuernos…


El dipnoi es un pez pulmonado porque tiene bronquiolos de un pulmón humano vistos por rayos X.

Los peces tienen agallas para respirar agua, y nosotros pulmones para respirar aire, ¿verdad? Bueno, no es tan simple. El oxígeno del aire es mucho más abundante que el del agua, y puede conseguirse con un esfuerzo mucho menor; basta con que el pescadito trague una burbuja de la superficie para que el preciado gas se difunda hacia la sangre. Si se trata de una buena bocanada que puede alojarse temporalmente en una bolsita interna, mucho mejor. Los pulmones de nuestros ancestros acuáticos aparecieron millones
de años antes de que se les ocurriera salir a caminar por la orilla.

Los óganos pares: Oidos, pulmones, riñones, ojos e incluso las extremidades, son otra herencia evolutiva que recibimos de los peces.

La capacidad de morder es algo muy interesante. Sin ella no habría tiburones, tiranosaurios, cacatúas, conejos ni humanos. Al principio, los peces no podían morder por la sencilla razón de que no tenían mandíbulas. Sus bocas se limitaban a raspar o chupar el alimento. Pero hace más de 450 millones de años tuvo lugar una transformación espectacular: parte del esqueleto que sostenía las branquias comenzó a colaborar en la succión, abriéndose y cerrándose. El sistema funcionaba tan bien que la evolución acabó hipertrofiando aquella bisagra y convirtiéndola en las primeras quijadas. Entonces, se abrió todo un mundo de posibilidades gastronómicas y predatorias. Excepto las ex­quisitas lampreas y los viscosos mixinos, parásitos de bocas chupadoras, todos los peces actuales –y, por supuesto, todos los vertebrados terrestres– descendemos de aquel linaje de inventores de las mandíbulas. Lo que no hace sino dejarnos con la boca abierta de asombro.



El Tiktalalik

Uno de los primeros peces en los que se aprecia la transición de aletas a piernas y brazos

Los peces inventaron las aletas pares allá por el período Silúrico. Los científicos pensaban hace unos años que las aletas carnosas se habían convertido gradualmente en patas a medida que se iban aventurando en tierra firme, pero hoy saben que esa transformación sucedió casi totalmente dentro del agua. A esas aletas les salieron codos y muñecas. Más tarde surgieron los dedos, y solo después, nuestro ancestro, algo vago, se decidió a conquistar la orilla. Una vez más, los peces nos dieron casi todo el trabajo hecho.


El ‘Dunkleosteus

Este pez fue, unos 400 millones de años atrás, el mayor depredador de los mares: uno de los primeros seres con mandíbula.


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